La danza de la mariposa
Este libro es un faro de apoyo para mujeres, especialmente aquellas que son madres y están en el hermoso pero desafiante proceso de criar una nueva generación. A través de sus páginas, te acompañará en un viaje de sanación profunda, ayudándote a sanar tus propias heridas mientras aprendes a educar y amar de manera diferente.
Inspirado en la transformación de un gusanillo en una mariposa, este libro te llevará de la mano en tu propio proceso de cambio, ofreciéndote herramientas emocionales y espirituales esenciales para convertirte en la mujer que estás destinada a ser. En el centro de este recorrido se encuentra Jesús, la piedra angular que da sentido y dirección a tu sanación.
Con mi propia experiencia de transformación personal como guía, cada paso de tu proceso de curación será abordado desde un enfoque íntimo, espiritual y empoderador.
Introducción:
Capítulo 1
Cada familia: una historia que contar y una historia por sanar
Mis mejores recuerdos de la infancia siempre tienen que ver con algún momento relacionado con mi mamá: el pastel de queso que nos cocinaba, dejando la casa impregnada con el más exquisito olor y que mágicamente desaparecía antes que las verduras del plato. Las coletas impecables con moño listo para ir a la escuela. Las canciones de Cri-Cri y Lucerito a todo volumen en la casa. Las envolturas más creativas cada vez que nos invitaban a hacer acto de presencia en algún cumpleaños. Las tardes de helado de vainilla, después de clases de danza. Los tacones de juguete, zapateando detrás de mamá al bajar las escaleras. La canción de «La La Lu» para cerrar el día, mientras le pedía a mamá que no se quedara dormida al cantarla. Y tantos pequeños detalles que para una niña son el mundo y la hacen sentir profundamente amada.
De igual modo, hubo cierta disciplina que en su momento no fue grata, pero ha dejado valiosas lecciones. Como las veces que me llevó a mi clase de Flamenco (aunque estuviera emberrinchada de no querer ir y los vecinos se le quedaran mirando como «¿qué le ha hecho esta mamá a su hija?») y la valiosa lección que me dejó, sobre apasionarme con lo que elijo hacer ahora y ser constante en ello. O las tardes de memorizar aburridas tablas de multiplicar, pero encontrando maneras creativas a través del canto y las cartulinas que pegaba en las ventanas del comedor. Hubo clases «forzosas de verano» porque había que ocupar el tiempo en algo productivo y ahora batallo, pero voy «reaprendiendo a crecer despacio» y a cambiar el frenesí de la productividad por la habilidad para descansar y permanecer en silencio un poco más.
Mi infancia estuvo muy marcada por la presencia y entrega amorosa de mi mamá. Durante esa época mi papá se preparaba para un examen profesional importante, así que mis hermanos y yo pasábamos con mi mamá la mayor parte del tiempo. Su presencia fue un lenguaje del amor muy importante para mí en los primeros años de vida.
¿No es eso lo que todas nacemos anhelando: presencia, conexión y protección? Un lugar, una persona y una familia a la que sabemos que pertenecemos; donde nos formamos, nos moldeamos, a la cual podemos regresar una y otra vez siendo nosotras mismas; y en esa esencia tan única ser celebradas, aceptadas, amadas. “Ser elegido es el sueño supremo. La comunión el destino supremo.”1
Ahora que soy mamá de dos pequeños niños, puedo imaginar (y también me lo ha confesado mi mamá) las veces que se sentó a llorar de cansancio, soledad y frustración de haber estudiado tanto, pero de haber elegido formar un hogar y una familia e intentar graduarse tan bien de la maternidad, como lo hizo de la contabilidad. Puedo vislumbrar las muchas veces que se sintió sobrepasada al criar prácticamente sola a tres hijos; además sin tanta información a la mano, como la que ahora tenemos las mamás del siglo XXI, simplemente al «abrir nuestra app» y recordar la cuenta de Instagram sobre crianza respetuosa (sobre todo cuando estás a punto de explotar).
Veo hacia atrás y me doy cuenta de la sencillez e inocencia que es ser niños. Nuestra mirada «a la vida adulta» es una mirada que aún no entiende las complicaciones, a veces innecesarias, de la adultez. Así como la profundidad de las heridas que todos cargamos por muchos años.
Los niños solemos ver a nuestros padres como nuestros héroes invencibles, que todo lo pueden, todo lo saben, todo lo entregan. Pero poco conocemos sobre sus propias heridas, retos, angustias, incertidumbres, fragilidades y dolores. Poco los vemos como humanos, en toda su complejidad y hermosura, hasta que nos toca ser adultos, incluso padres, y repetimos (muchas veces sin querer) las mismas heridas en nuestras familias.
Conforme iba creciendo, comenzaba a escuchar más sobre los «retos y heridas» que había en mi familia, las piezas del rompecabezas de nuestra compleja y hermosa humanidad se iban armando: abandono, depresión, rencores, mamás y papás que no pudieron estar presentes y emocionalmente cercanos a sus hijos, por diversas y humanas razones, como tener que trabajar para cubrir las necesidades más básicas. Diferencias entre hermanos que parecen nunca acabar y separan más los lazos. «Secretos que se guardan» y no se tocan, no se miran, no se hablan (porque no queremos sentir lo incómodo que es decir: “no era lo que esperábamos, deseábamos, y/o queríamos para nuestra familia”). Situaciones que quisiéramos evitar como divorcios, muerte, enfermedades, rechazo y abandono.
¿Algo de esto resuena con tu propia historia familiar?
Nuestra vida se entreteje en una familia que «tiene una historia que contar y una historia por sanar». Esto implica quizás mucho dolor, pero también conlleva una gracia exquisita si cada persona logra sanar su parte y contar la historia de una manera distinta, aprendiendo y superando las lecciones dolorosas, en vez de atorarse, estancarse, evitando continuar un ciclo que pareciera una «herencia de dolor interminable».
“Toma lo mejor y haz distinto lo que no te gustó”, es la frase de mi madre que ronda con más fuerza en mi cabeza desde que soy mamá y toco mi compleja humanidad de manera más frecuente.
¡Ni tus padres, ni tú, ni yo, creemos haber elegido conscientemente esas heridas! Sin embargo, Dios sabe bien «las invitaciones» que encontraremos detrás de esas historias, confiando cual Padre en nuestra capacidad para aprovechar las oportunidades de acercarnos a nuestra verdadera esencia y, sobre todo, a Él. Puesto que, si hay alguien que sabe de dolor, muerte y nueva vida, es el Padre y el Hijo. Es nuestro Padre y todos nosotros: ¡sus hijos!
Como parte de este mundo, no estamos garantizados a evitar el sufrimiento, el dolor y las heridas. “La pregunta no es: ‛¿por qué hay sufrimiento en mi vida?’, sino ‛¿por qué no habría sufrimiento?’. Porque así es la vida en un mundo roto. Y sufrir, no significa que estés maldito, sino que eres humano.”2
El comienzo de la herida
Mi mundo se rompió cuando mi madre no podía ya estar presente y cercana, a causa de una enfermedad involuntaria, cuando la tristeza invadía cada rincón de nuestro hogar, desintegrando a una familia. Cada miembro encontró «su refugio» en donde más seguro y protegido se sentía: trabajo, amigos, viajes, logrando más, huyendo de sentir; pero, sobre todo, ignorando y callando a toda costa el dolor que cada uno sentía y anhelaba ser validado, acariciado y escuchado.
El dolor nunca se habló, ni se abrió en mi familia; mucho menos pudo ser acompañado, procesado o aliviado junto a los seres que más amas y que más esperas que te amen cuando no todo va bien. Esa primera identidad de «hija amada, cuidada, acompañada, tatuada en las manos de mi Padre y mis padres, aún en medio del dolor» se fue quebrantando y me llevaría todo un proceso, con algunas cuantas huidas, restaurarla.
Este proceso de evitar sentir el dolor a todo costa, me ayudaría también a aprender lentamente que, así como tenemos la garantía de sufrir algo o por alguien en esta tierra, también contamos con la garantía de que, en el sufrimiento, en medio de nuestras más sangrientas heridas, ¡nunca estamos solas!
“¿Acaso olvida una mujer a su niño,
sin dolerse del hijo de sus entrañas?
Pues, aunque esas personas se olvidasen,
yo jamás te olvidaría.
Aquí estás, tatuada en mis manos,
tengo siempre presente tus murallas.”
Is. 49, 15-16.
Por supuesto hubo un momento en mi historia, o varios, en los que me he sentido sola, olvidada, lastimada; incluso por nuestros seres más cercanos y queridos, sin ser conscientes de sus propias heridas y de cómo esos acontecimientos, que nos quiebran y no integramos, nos siguen lastimando a todos por generaciones.
Afirma atinadamente la Psiquiatra Marian Rojas Estapé que: “un acontecimiento traumático destruye la identidad y la convicción sobre uno con respecto a los demás y al mundo”.3
El psicólogo Bob Schuchts explica cómo vamos formando estas fortalezas alrededor de una herida: “Si miramos a los círculos de dentro afuera, tenemos nuestras heridas, nuestras convicciones y luego nuestras promesas internas. Juntas forman una fortificación de auto-protección, representando capas de aislamiento alrededor de nuestro corazón, un intento vano de protegernos de más dolor
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